Venir a Ermua el 14 de julio de 1997… Nunca podré olvidar cada instante de aquel día. Como todos los españoles que amamos la vida y la libertad, estaba consternado, conmovido, desolado. Yo tenía entonces 29 años, la misma edad que Miguel Ángel Blanco cuando lo asesinaron.
Hoy hemos sido convocados por el Alcalde con motivo del 25 aniversario del secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco; para honrar su memoria y la de Sotero Mazo, otro vecino de Ermua que fue asesinado en 1980 ─igualmente por ETA─ junto a su amigo y policía Alberto Lisalde en Eibar. Al hacerlo, al recordarles hoy, también honramos nuevamente a todas las víctimas del terrorismo.
Por tanto, quiero que lo primero sea transmitir nuestra cercanía, nuestro afecto y nuestro cariño a sus familiares y seres queridos.
Al unirme hoy a todos vosotros en este 25 aniversario quiero recordar no solo lo que pasó, su enorme trascendencia, también lo que yo viví y sentí ─lo que sentimos─ en aquellos días tan dramáticos de nuestra historia.
Cuando ETA secuestró y asesinó a Miguel Ángel Blanco, en esta pequeña ciudad en la que nos encontramos, en el corazón del País Vasco, nació un espíritu que trascendió sus límites, se extendió por toda España y fue ─sin duda─ decisivo y determinante en nuestra historia de lucha contra el terrorismo.
Hay fechas que permanecen para siempre en nuestro recuerdo, que nos acompañan durante toda nuestra vida. Los días 10 a 14 de julio de 1997 son imposibles de olvidar. Hoy, hace 25 años, el jueves 10 de julio, días después de que la Guardia Civil liberara a José Antonio Ortega Lara, toda España se paralizó ante la noticia del secuestro —uno más en aquella época terrible— de un inocente más: Era Miguel Ángel Blanco. Desde las tres y media de aquella tarde, todos estuvimos con su familia; todos fuimos ─nos sentimos─ una misma familia.
Pocas horas después, tras conocerse el despreciable ultimátum, Ermua, bajo el liderazgo de su entonces Alcalde Carlos Totorika y de la Corporación Municipal, salió a la calle de manera espontánea en señal de solidaridad y de repulsa..., de un rechazo rotundo ante una situación insoportable para una sociedad cansada, exhausta, harta ya del terror y del miedo.
Ese mismo día volvíamos a recuperar el lazo azul de la lucha por la libertad, de la unidad de los demócratas ante las amenazas. Desde las cadenas de televisión y los periódicos a los balcones, a las calles, a las plazas, a las personas, a todos; ese color azul expresaba mucho más que un compromiso individual. Era un símbolo colectivo de humanidad, de enorme valentía, de condena y de apelación a una responsabilidad compartida.
Amanecimos con convocatorias de minutos de silencio en los Ayuntamientos de España; un silencio atronador que transmitió mucho más de lo que ninguna persona hubiese podido decir en momentos tan terribles.
Ermua volvió a salir a sus calles y toda España la siguió, se movilizó. Hubo concentraciones en todo el país; concentraciones que transmitían un mensaje inequívoco y unánime. Ermua no descansó. De hecho, no lo hizo ni un solo momento, y regresó a las calles antes de que acabase el día. Nadie quería volver a su casa. Nadie podía hacerlo. El sufrimiento de esos momentos era tal que se hizo colectivo. Las vigilias siguieron iluminando la noche. Personas que se conocían, pero también muchos desconocidos, se reunieron alrededor de lo que empezó a conocerse como el espíritu de Ermua.
El sábado todas esas escenas se repitieron a lo largo y ancho de nuestra geografía. Recuerdo la manifestación en Bilbao, una clara demostración ciudadana de rechazo, una muestra de firmeza y unidad. Llegado ese día todos queríamos detener el reloj. Y siempre hubo esperanza. Porque, ante la sinrazón de lo que estaba sucediendo, solo podíamos acogernos a ella.
Esa tarde fue la peor, la del nudo en la garganta, la del escalofrío. Porque nadie quería escuchar, nadie quería ver, nadie quería saber lo que finalmente escuchamos, vimos y supimos cuando el reloj se paró y la amenaza se cumplió. No se había atendido nuestro clamor. Los asesinos no lo dudaron; no tuvieron ni compasión ni piedad ni dignidad; solo crueldad, vileza y frialdad.
Y se hizo la oscuridad. La indignación por lo sucedido se sumó al profundo dolor, a la rabia, a la impotencia, a la incredulidad. España se sumió en la tristeza y en una inmensa pena. Pero la gente seguía en las calles.
"...las víctimas del terrorismo dignifican nuestra democracia. Su dolor y el de sus familias nos importa y nos concierne. Por eso merecen permanentemente nuestro respeto y nuestra máxima consideración.
Sigamos, pues, perseverando para que lo vivido no caiga en el olvido; para que la unidad nos convoque en torno a nuestra historia reciente; para que el espíritu de Ermua nos recuerde, cada día, el valor de la paz, de la vida, de la libertad y de la democracia.
..."
En San Sebastián, en un gesto inédito y valiente, los ciudadanos empezaron a aplaudir a los ertzainas, que descubrieron sus rostros en un gesto igualmente valiente e histórico. Aquellos abrazos eran parte de la misma causa: la de la libertad y la justicia. El miedo paralizante del terrorismo se empequeñecía cada vez más frente a las movilizaciones multitudinarias que tomaron las calles, los espacios públicos, desterrando la violencia que se había apropiado de ellos durante tantos y tantos años. El espíritu de Ermua se extendía.
Esa madrugada, cientos de velas continuaban iluminando Ermua. Finalmente, desde el hospital Nuestra Señora de Aránzazu de San Sebastián, se confirmó lo más duro, imposible de asimilar, lo que nos había tenido en vilo durante horas que resultaron interminables. El frágil hilo de vida se había quebrado.
Hasta el último momento quisimos creer que podía no ocurrir —lo deseamos con todas nuestras fuerzas. Pero lamentablemente no fue así. Y de nuevo se hizo la oscuridad.
Todos los sentimientos acumulados durante esos días de tanta intensidad se desbordaron. Fue entonces cuando fuimos incapaces de reprimirlos. Cuando esa misma familia de la que formábamos parte se unió todavía más. Esa unidad proporcionó una seguridad que nunca habíamos sentido, alejando el miedo que había estado presente en nuestro entorno durante tantos años y provocando un rechazo generalizado y contundente a la violencia física, psicológica y emocional impuesta durante todo ese tiempo.
Volvieron las manos pintadas de blanco. Y los lazos azules dieron paso a los lazos negros. Se multiplicaron en número y participación las manifestaciones y concentraciones: como la de Madrid, con más de un millón y medio de personas que clamaba “por la paz, la unidad y la libertad”; o la de Barcelona con un millón de ciudadanos; seguidas por las de ciudades de toda España. Fueron las mayores movilizaciones en la historia de la democracia española en aquel tiempo. Nunca hasta entonces habíamos sido testigos de una respuesta tan decidida como la que hubo aquellos días.
Decía que venir a Ermua entonces es imposible de olvidar. El pueblo se quedó pequeño para albergar tanta solidaridad, tanto respeto. Ese día es parte imborrable de nuestra memoria colectiva. Pero hacerlo hoy también lo es, lo sigue siendo ─siempre lo será. El recuerdo de Miguel Ángel debe seguir vivo para que también siga vivo el valiosísimo significado de aquellos días. Es de justicia.
Las conciencias de los españoles se movilizaron. Aun así, tuvieron que pasar muchos años, muchos más episodios de secuestros, asesinatos y amenazas; de sufrimiento, muerte y duelo. Pero Ermua ─su espíritu─, fue uno de los momentos más relevantes que marcaron para ETA el camino hacia su final.
Ese punto de inflexión, triste y desolador, nos ha traído hasta aquí. El espíritu de Ermua es la victoria de la conciencia colectiva de todo nuestro pueblo; es la victoria de la dignidad y de la moral frente al miedo y al terror; es ejemplo, en fin, de nuestra fortaleza.
No nos podemos permitir que haya generaciones que ignoren lo que pasó en esos dolorosos días de nuestra historia; que no sepan cómo y por qué unió nuestra conciencia colectiva; que desconozcan algo que también contribuyó a asentar nuestra convivencia o el masivo movimiento que hubo en España tras un asesinato que marcó tanto nuestra vida democrática.
Esos días nos recuerdan también que tenemos que defender, como un deber permanente, los derechos de los que fueron privados Miguel Ángel Blanco, Sotero Mazo y todas las víctimas del terrorismo: la vida, la libertad, la dignidad. Como igualmente es nuestra responsabilidad la defensa de los valores y principios en los que se basa nuestra convivencia democrática.
Las víctimas del terrorismo dignifican nuestra democracia. Su dolor y el de sus familias nos importa y nos concierne. Por eso merecen permanentemente nuestro respeto y nuestra máxima consideración.
Sigamos, pues, perseverando para que lo vivido no caiga en el olvido; para que la unidad nos convoque en torno a nuestra historia reciente; para que el espíritu de Ermua nos recuerde, cada día, el valor de la paz, de la vida, de la libertad y de la democracia.
Muchas gracias.
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