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Palabras de S.M. el Rey con motivo de la investidura como Doctor Honoris Causa por la Universidad de Alcalá

Universidad de Alcalá. Alcalá de Henares (Madrid), 2.27.2025

Me siento profundamente honrado de recibir este Doctorado Honoris Causa de la Universidad de Alcalá, que agradezco de corazón a su Claustro y a su Departamento de Ciencias Jurídicas, y ello por, al menos, dos motivos.

El primero es la propia Universidad alcalaína, cinco veces centenaria y Patrimonio de la Humanidad, depositaria de los más altos y antiguos valores de la tradición universitaria española. La misma donde germinaron la escolástica y el humanismo; donde arraigó la libertad de cátedra; la que situó a la persona en el centro y en el eje de cualquier discurso. La misma que hoy impulsa, con su prestigio, galardones de gran trascendencia social y cultural en nuestro país, que son vínculos con la Corona y suponen también, para mí, razones nuevas y estimulantes para volver a estas aulas.

Emociona comprobar que por estos muros levantados hace cinco siglos, donde ejercieron su magisterio Antonio de Nebrija, Fernando de Mena o Francisco Suárez y estudiaron Ignacio de Loyola, Lope de Vega o Gaspar Melchor de Jovellanos, sigue fluyendo lo mejor que podemos ofrecer al mundo como sociedad: nuestro futuro.

Apoyado éste en sólidos fundamentos heredados e inspirado por el genio y talento de nuestros mejores y más preparados hombres y mujeres.

El segundo motivo es esta ciudad universitaria, Alcalá de Henares, que, en la callada proporción de sus calles, sus plazas, sus colegios, encierra el corazón de la ciudad ideal renacentista. Alcalá es una ciudad que contiene una idea —o al revés, una idea que se plasma en una ciudad─ y pasearla, vivirla, disfrutarla, nos orienta, de manera natural, a lo mejor que somos y tenemos: el bien, la belleza, la libertad. Alcalá de Henares eleva a cotas muy altas la palabra “ciudad”, y con ella, de manera ineludible, la palabra “ciudadano”.

En esta ciudad vio la luz, en 1547, don Miguel de Cervantes Saavedra; y por eso cada año acudimos a este histórico Paraninfo, para honrar su memoria y reconocer a un gran autor de nuestras letras. No se le escapará a nadie que es una idea hermosa, la de distinguir a un escritor con un premio que lleva el nombre del más ilustre de todos ellos, el que nos hermana con América, en lo que Carlos Fuentes denominó, con singular fortuna, el Territorio de la Mancha. Pero la hermosura de esta idea no radica tanto en el fulgor incontestable de la obra cervantina, al que todos los honores son debidos, sino en el oficio mismo de escritor, en su nobleza y en el compromiso que encierra con la palabra.

Como sabemos, no fue la de Don Miguel una vida de éxitos sino de azares e incertidumbres; por eso, me gusta pensar que lo que ensalzamos cada vez que entregamos el premio Cervantes no es solo el oro y la plata de una obra y un personaje convertido en arquetipo, en espejo, en manantial, sino también la madera y la arcilla del oficio del escritor ─de Cervantes y de sus compañeros de fatigas─ que es un constante laborar la lengua, sacar nuevas facetas de significado a las palabras. Y es de ese necesario compromiso con la lengua ─compromiso de los escritores, pero también de todos los oficios que tienen su fundamento en la palabra, como el de los juristas─ de lo que me gustaría hablarles hoy.

Señores y señoras,
El Paraninfo en que nos encontramos, que tantos siglos ha visto de lecciones y de apuntes, no contiene una invitación a hablar, sino, ante todo, a escuchar. Si permaneciéramos en él el tiempo suficiente, guardáramos silencio y afináramos el oído, seguro que oiríamos las palabras de todos los que por aquí pasaron, y entre ellas, con el eco persistente que da la lucidez, las de sus grandes profesores.

El denominador común de todos esos grandes nombres era su afán por transmitir su saber a través del lenguaje. Dicen que la claridad es la cortesía del sabio, pero yo creo que cualquiera que se haya enfrentado a un aula, a un auditorio, tiene por cierto que la claridad no es una cortesía, sino una necesidad.

La enseñanza es comunicación, y la comunicación no es posible si profesor y alumno no se esfuerzan en situarse en un mismo nivel de comprensión. Algo similar sucede en el ámbito del derecho. No sorprende que los grandes juristas hayan sido, al mismo tiempo, escritores notables. Pienso en Cicerón, en Montesquieu, en Becaría, en Savigny, en Tocqueville. Pero también muchos de nuestros más altos escritores o han sido abogados o al menos han intentado, con desigual fortuna, la carrera de derecho: desde Kafka hasta Allan Poe, desde Tolstoi a Mario Vargas Llosa. Por cierto, que también cuando estudié la carrera de Derecho en la UAM disfruté de la gran calidad y claridad en el uso de la legua que demostraban mis maestros: Tomás y Valiente, Antonio, Elías Díaz, Manuel Aragón y tantos otros, Luis y Picazo, Gaspar.

"...Emociona comprobar que por estos muros levantados hace cinco siglos, donde ejercieron su magisterio Antonio de Nebrija, Fernando de Mena o Francisco Suárez y estudiaron Ignacio de Loyola, Lope de Vega o Gaspar Melchor de Jovellanos, sigue fluyendo lo mejor que podemos ofrecer al mundo como sociedad: nuestro futuro...."

Porque la literatura y el derecho son dos orillas de un mismo río, el de la lengua: por prosaica que parezca la reflexión, las mismas palabras que sirven para componer un poema o una obra de teatro se emplean para redactar una ley, un convenio internacional o una notificación administrativa

Proyectada hacia la sociedad, la lengua es –y vuelvo a acudir a Carlos Fuentes en su discurso de aceptación del Cervantes en este mismo paraninfo─ “un vidrio frágil, pero una ventana amplia, también, gracias a la cual tenemos refugio y compensación, así como visión y conciencia, de los tiempos inclementes”. Pero la lengua es también un espejo donde nos reconocemos. “Hemos nacido a ella y hemos vivido en ella”, nos decía otro premio Cervantes, Luis Rosales, también desde esta misma tribuna.

Desde el punto de vista de la vida en comunidad, la lengua es la arquitectura de nuestras relaciones. Y esa arquitectura toma cuerpo, en el ámbito del derecho, en las normas y los actos jurídicos. El derecho vigente en cada época se convierte, así, una de las principales fuentes de conocimiento de nuestra historia. Da forma y al mismo tiempo acoge los distintos cambios sociales.

La lengua, a través del derecho, nos ayuda a ordenar nuestras relaciones en nuevos espacios que antes, sencillamente, no existían. Pienso en la inteligencia artificial, en la biotecnología, en el comercio digital, en el espacio o en la comprensión de nuestro propio cerebro. Antes incluso de que la exploración de esos ámbitos esté concluida, ya hay regímenes que anticipan, aunque incompleta, una regulación. Y así debe ser, no porque el afán regulador deba alcanzar hasta el último rincón de nuestra vida, sino porque el vacío de normas nos deja a la intemperie y puede dar pábulo a las peores prácticas, a los mayores abusos.

La lengua del derecho ─una “lengua de especialidad” como la de médicos, arquitectos, marinos y pilotos…, u otros grupos profesionales─ puede suscitar, como todas ellas, cierta sensación de intrusismo en los no iniciados. Pero es esa una impresión falsa, porque, a diferencia de otras, la lengua del derecho nos pertenece a todos: está siempre presente en nuestro día a día. Es el vehículo natural de relación con los poderes públicos, con la administración, e incluso frecuentemente con los demás. Por ser ciudadanos, vivimos en derecho y por tanto convivimos con su lenguaje.
Los retos del mundo digital, la trepidante evolución de las costumbres, los cambios en la educación o en la propia sociedad no siempre se adecúan a las rigideces de la ciencia jurídica y la retórica forense: sus raíces latinas, sus formulismos, sus tiempos desusados y sintaxis complejas. Y no podemos ignorar que las barreras de comprensión, donde y cuando surjan, pueden menoscabar su eficacia como sustento de la actividad legislativa; de la administración de justicia y del funcionamiento de las administraciones públicas. Y que todo ello tiene mucho que ver con la dignidad de la persona y la calidad de nuestra democracia.

Por eso es tan importante esforzarse por lograr, en todo momento, la claridad y la accesibilidad del lenguaje jurídico, en particular desde las instituciones. Porque la comprensión plena refuerza nuestro sentido de comunidad, nos hace más partícipes del proyecto compartido. Y porque, llegados a este punto, no estamos hablando ya de derecho ni de lengua, sino de ética. El del lenguaje claro y accesible es un discurso profundamente ético. De ahí la atención que, desde hace ya unos años, se le presta en España y en toda la comunidad hispanohablante. El español, que es la segunda lengua de comunicación internacional, está abriendo nuevos caminos en este debate.

Me permito recordar, en nuestro país, las normas recientes que inciden en la comprensión como parte de la protección de los derechos procesales, la abundante jurisprudencia que ya trata de este asunto, o los trabajos académicos, algunos de tanto calado como el Libro de Estilo de la Justicia o el Diccionario del Español Jurídico. Y en clave iberoamericana, puedo referirme al gran trabajo realizado, en la última década, por los poderes judiciales y por las academias de la lengua. O a la Red Panhispánica de Lenguaje Claro y Accesible en cuya 1ª Convención, que tuve el honor de clausurar el año pasado en Madrid, se presentó la Guía Panhispánica de lenguaje claro y accesible, publicada con el apoyo de la SEGIB: otro paso adelante.

Mención aparte merece el Diccionario Panhispánico del Español Jurídico: la magna obra, que, bajo la dirección del profesor Muñoz Machado ─uno de los mayores expertos en la materia y reciente doctor honoris causa por esta misma Universidad ─ ha concitado el esfuerzo de más de cuatrocientos académicos, magistrados, abogados y expertos de toda Iberoamérica.

El espíritu de estas iniciativas –y otras muchas que no cito por razón de tiempo- se resume, creo, en estas palabras que rescato del informe de la Comisión para la Modernización del Lenguaje Jurídico de 2011: “el Estado de Derecho exige asegurar que se comprenden los actos y las normas jurídicas. La claridad en la expresión oral y escrita de los profesionales del derecho incrementa la seguridad jurídica, permite que las personas conozcan sus derechos y obligaciones, sepan cómo y ante quién hacerlos valer, e incrementa la confianza y la participación en las instituciones”.

Señores y señoras,
Vuelvo al punto de partida, a don Miguel de Cervantes: “Nunca la lanza embotó la pluma, ni la pluma la lanza”, dijo don Quijote a Sancho Panza (D.Q.M, Iº parte, Cap. XVIII). Y así debe ser la lengua del derecho en los ámbitos judicial, administrativo y legislativo: tan precisa como equilibrada, tan transparente como incisiva. Porque el derecho es ante todo comunicación, ordenación de la convivencia, solución de los problemas prácticos y tangibles de los ciudadanos.
Así que ─y me dirijo a los juristas presentes en este Paraninfo─ uno de vuestros grandes compromisos con la sociedad, tal vez el primero, es comunicar con claridad. Volcar la complejidad del pensamiento jurídico en un lenguaje que lleve al ciudadano a sentirse parte de la Administración y no mero administrado, que potencie y no inhiba su voluntad de participar en la cosa pública.
Apelo a que, en el ejercicio de vuestra profesión, saquéis a relucir esa componente humana que hay en cada acto, en cada norma, para que nuestro derecho siga siendo lo mismo que la lengua sobre la que se edifica: una parte irrenunciable y benéfica de nuestra propia vida.

Concluyo aquí mi discurso de ingreso como Doctor Honoris Causa de esta querida y admirada Universidad de Alcalá. Reitero mi gratitud al Claustro y al Departamento de Ciencias Jurídicas y confío en que seré capaz de seguir haciendo honor al significado profundo de tan alta distinción. Estoy también muy agradecido a todos los que habéis querido acompañarme en este solemne acto académico.

​Gracias. 

Itzuli Hitzaldiak atalera
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Palabras de Su Majestad el Rey en la investidura como Doctor Honoris Causa por la Universidad de Alcalá

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