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Palabras de Su Majestad el Rey a la comunidad hispanoamericana ante el panteón del libertador Simón Bolivar

Venezuela(Caracas), 7.24.1983

N

os encontramos reunidos para rendir homenaje a la memoria de Simón Bolívar en el CC Aniversario de su nacimiento.

Cuando la obra de un hombre trasciende en dos siglos a los años en que vivió, podemos afirmar que esa obra es ya definitivamente histórica e histórica es, efectivamente, la obra de Bolívar.

Y si lo es y su memoria sigue viva en nosotros es porque, como en toda historia verdadera, algo, o mucho de ella, sigue todavía vigente.Simón Bolívar fue ante todo un hombre de su tiempo. Un tiempo en el que, un universo nuevo de ideas filosóficas y sociales conmueve los fundamentos mismos del antiguo régimen.

La profunda revolución política que se lleva a cabo en nombre de las libertades motivará, en primer lugar, la guerra de la independencia de los Estados Unidos de América y, en segundo lugar, la revolución francesa.

La historia del hombre occidental es una larga marcha hacia la conquista de la libertad.

Los tiempos han ido añadiendo en ese combate, siempre inacabado, nuevas y más profundas dimensiones a la libertad.

Para el hombre del siglo XVIII, la libertad se despliega en un conjunto de libertades concretas. Son esas libertades las que ahora todos conocemos, porque desde aquél momento habría de figurar en el frontispicio de los textos constitucionales.

Simón Bolívar, como hombre de su tiempo, combate por el triunfo e implantación de esas libertades. Su pugna incansable se inicia en el momento mágico del «Juramento del Monte Sacro» y sólo termina en el instante de su muerte en Santa Marta.

Antes de él, en el antiguo régimen, el español de acá o de allá del Atlántico, había gozado de libertades y derechos. El Estado del antiguo régimen reconocía derechos y asignaba obligaciones a sus súbditos, pero como en todo régimen jerárquico y estamental, los derechos se gozaban en proporción desigual y los deberes se exigían en desigual medida.

Conforme avanza el siglo XVIII, el hombre se irá sintiendo cada vez más tiranizado porque no acepta esa desigualdad y comienza a identificar libertad con igualdad.

Sólo la igualdad ante la ley hace a los hombres libres. Y sólo existirá esa igualdad ante la ley si todos contribuyen a hacer la ley.

Así, la libertad deja de ser entendida como la limitación que el individuo pone a la codicia del poder, para pasar a ser vivida como la participación del ciudadano en la gestión del Estado. Desde entonces las libertades exigirán la democracia como marco necesario para su ejercicio.

Deseo repetir, como las repetí el 12 de octubre del pasado año, las palabras que Octavio Paz pronunció con ocasión de recibir el Premio Cervantes en Alcalá de Henares, el 23 de abril de 1982: «Aunque libertad y democracia no son términos equivalentes, son complementarios, sin libertad, la democracia es despotismo, sin democracia, la libertad es una quimera.»

Por esto estamos obligados a afirmar una y mil veces que no es posible la democracia sin libertad, ni la libertad sin democracia.Y hemos de afirmar también que esas libertades podrán no ser suficientes al desarrollo democrático, pero nunca dejarán de ser necesarias.Decía, señores, que por esas mismas libertades luchó Bolívar y al hacerlo dio expresión a la realidad que ya era -y sigue siendo- la nuestra. Al decir que era la nuestra, me refiero a la evidencia de que, al mismo tiempo que en América, otros hombres en España iniciaban un combate igual y paralelo.

Combate que allá y acá habría de implicar un largo y dolorosísimo rosario de enfrentamientos.

Algunos no supieron o no quisieron comprender que la vigencia del antiguo régimen ya no era posible, cegados tal vez por el brillo de su grandeza, porque la empresa española en América fue una de las acciones políticas de más considerable magnitud que el hombre haya diseñado en todos los tiempos.

Otros negaron, ofuscados por las innegables sombras, uno de los más elementales derechos políticos de los pueblos: el saber asumir el pasado. Este, si nos negamos a asumirlo, pretende siempre retornar como presente, originando una espiral histórica de dramáticas consecuencias.Si la lucha igual y paralela que los españoles de la península emprendieron hubiera triunfado a su debido tiempo, la historia de nuestros pueblos hubiera sido escrita de otro modo.

Impresiona leer estas palabras de Bolívar a Fernando VII, escritas en 1821: «Es nuestra ambición ofrecer a los españoles una segunda patria, pero erguida, no abrumada de cadenas.»

Y es curioso comprobar que al dejar de vivir bajo una misma soberanía España y las naciones hispanoamericanas, es cuando más se asemejaron en sus destinos históricos.

Durante más de un siglo nuestras naciones han sufrido una misma suerte escrita con dolor, humillaciones y subdesarrollo. Nunca nuestros sentimientos estuvieron más cercanos y nuestros hombres y mujeres se comprendieron más hondamente.

Símbolo y resumen de esa aproximación fueron esos millones de emigrantes españoles que en ese tiempo llegaron, con sus esperanzas abiertas, a vuestras tierras, viendo en ellas, como dijera Ortega y Gasset, más que la tierra prometida, la tierra promisora. Nuestra gratitud es inmensa a quienes supieron callada y modestamente dar ejemplo de laboriosidad y de lealtad.

Tal vez, sin saberlo, no hicieron sino cumplir la profecía de Simón Bolívar, aceptando la oferta que se les hacía generosamente de una segunda patria.

Los enfrentamientos fraticidas, las divisiones, los odios y las miserias venideros, supo preverlos Simón Bolívar, y constituyeron la amargura de sus últimos años. Pero también supo discernir dónde estaba el remedio. La solución sólo podía ser una: unidad.

Escuchemos sus palabras: «Seguramente la unión es la que falta para completar la obra de nuestra generación.»

La unión era el medio de realizar sus fines políticos: «Es una idea grandiosa _escribe_ pretender formar de todo el mundo nuevo una sola Nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse.»

La unión es la gran enseñanza bolivariana y la gran tarea cuya consecución se ofrece a nuestra generación.

Y esta unidad debe ser asentada en tres planos. El primero, el cultural, constituye el sustrato de todo lo demás. Esa última realidad que es la cultura común, asegura la virtualidad del empeño.

En ese plano cultural, España se siente irreversiblemente inserta en la comunidad iberoamericana de naciones, porque en ella ve reflejado su origen y dibujado su horizonte.

Pero sabemos que esos lazos culturales, por sí solos, son poco eficaces para hacer frente al reto histórico.

Es necesario un proyecto de unidad en el plano económico. Todos los programas de integración económica señalan los medios y los objetivos. En uno de esos proyectos integradores, el que puso en marcha el acuerdo de Cartagena, y que agrupa precisamente a los países bolivarianos, vemos fructificar la semilla fecunda, plantada por el Libertador.

Sólo la unidad económica puede ofrecer la garantía del éxito y asegurar los derechos de los pueblos iberoamericanos.

España, que por imperativos geográficos pertenece sustancialmente a otra área económica, se ha comprometido a apoyar esos derechos y cree que su ingreso en la Comunidad Económica Europea le permitirá hacerlo con toda eficacia.

La unidad política constituirá el plano último en el que Iberoamérica asiente una de las estructuras políticas que está llamada a transformarse en gran protagonista de la historia universal del próximo futuro.

Sólo con una concentración de las hasta ahora dispersas fuerzas políticas, será posible evitar los dolorosos acontecimientos que, como el vivido dramáticamente el año pasado, conmueven a la conciencia hispano-americana.

Pero no cabe el propio engaño ni hacer que nuestro deseo vuele tan por delante de la realidad que siga siendo un sueño. No podemos seguir hablando del sueño de Bolívar. Esa realidad nos recuerda todos los días que aún hay enfrentamientos, divisiones y miseria.

El derecho internacional de América, que se nutre del pensamiento bolivariano, reconoce y proclama los principios de proscripción del uso, o de la amenaza del uso de la fuerza; del no reconocimiento de las anexiones territoriales, resultado de la guerra; de la ilicitud de aplicaciones de medidas económicas o de cualquier otra índole para coaccionar a un estado y de la necesaria solución pacífica de todos los conflictos o diferencias internacionales.

¿Qué mejor homenaje al Libertador, en este segundo centenario de su nacimiento, que aplicar y hacer vivir estos principios que son hoy los principios universales del derecho de gentes?.

El derecho de gentes nació prácticamente como mediación de los teólogos españoles, en respuesta a los problemas suscitados por el descubrimiento de América.

La mejor celebración del V Centenario del descubrimiento sería pasar de la declaración abstracta de esos principios a su utilización concreta y viva, de forma tal, que todos los conflictos existentes en la actualidad que no conocen un procedimiento de solución pacífica o aquellos otros que están sometidos a un proceso de arreglo, entrasen en un camino cierto de encauzamiento y progreso, de manera que en 1992 todos ellos se encontrasen definitivamente solucionados.

Vale la pena, con la ayuda de Dios, hacer el intento.

Sería el comienzo de la paz y la unidad de América.

Sería el cumplimiento de la herencia de Simón Bolívar, el Libertador.

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