Quiero, en primer lugar, saludar muy afectuosamente a todos los aquí reunidos, en este Teatro Real cuyo bicentenario hemos celebrado recientemente. Y quiero, también, agradecerles su presencia en este acto, así como su participación en la 26ª edición del Congreso de la World Jurist Association.
España tiene estos días la gran satisfacción de haber convocado y acogido en su capital a personalidades políticas, autoridades institucionales y juristas muy relevantes, venidos de muchos lugares del mundo, para compartir ideas y visiones sobre cuestiones esenciales en la vida de los seres humanos: como lo son, sin duda, la paz y el derecho, la democracia y la libertad, la seguridad y los derechos humanos…, la justicia. Sean, así pues, muy bienvenidos a España quienes nos visitan; y todos, a esta gran cita internacional del mundo jurídico.
Permítanme unas palabras de gratitud y algunas reflexiones:
A la World Jurist Association le agradezco sincera y profundamente el haberme otorgado el premio “World Peace & Liberty Award”. Son palabras solemnes llenas, sobre todo, de compromiso y de esperanza. Y el prestigio de este premio, lo avalan tanto la institución que lo concede, como las personalidades que anteriormente lo han recibido. Es un privilegio solo comparable a lo mucho que desde hoy me exige y estimula. Pero son los profundos valores y principios democráticos, que el premio ensalza, defiende y promueve, los que verdaderamente iluminan su significado.
Quiero entender que, aunque referido a mi persona y a la Monarquía parlamentaria que represento, el premio significa también, y por encima de todo, un reconocimiento a la democracia constitucional española; y con ella a todos aquellos, hombres y mujeres, autoridades del Estado, líderes políticos, económicos, sociales y culturales que, con el impulso de la inmensa mayoría de los ciudadanos, llevaron a cabo la transición política a la democracia, hicieron posible la aprobación de nuestra Constitución de 1978 y han velado y velan por su vigencia, integridad y continuidad, durante los 40 años que lleva rigiendo la vida de España en libertad.
Por todo ello, y también como hombre del Derecho, recibo este premio, presidente Hoet-Linares, muy agradecido y sumamente honrado; me enorgullece como español. Y lo hago, además, con la firme convicción de que el respeto al Estado de Derecho, en un régimen democrático, no solo es la garantía de los derechos y las libertades, sino pilar esencial del regular funcionamiento de las instituciones y fundamento de la convivencia y del progreso en paz y en libertad de sus ciudadanos.
Gracias también al Presidente González por sus palabras.
Don Felipe González Márquez, Presidente del Gobierno desde 1982 hasta 1996, representa siempre y hoy aquí entre nosotros a una generación de líderes políticos a la que los españoles debemos gratitud, reconocimiento y respeto. Una generación cuyo sentido de la historia de España, y su visión de futuro han sido la base de nuestra convivencia democrática y de nuestro bienestar durante las últimas décadas.
El 30 de enero de 1986, una fecha tan simbólica para mí, me dirigió en el Palacio Real de Madrid las siguientes palabras: “Esta España democrática y libre apuesta hoy por su futuro constitucional en la persona de Vuestra Alteza Real”.
Desde entonces, como él sabe bien, he procurado estar a la altura de esa muestra de confianza, y hacer honor a mi compromiso con la Constitución, con lealtad, entrega y dedicación a los intereses generales de todos los españoles. Y en personas como él he encontrado siempre gran apoyo y estímulo.
La Constitución ha sido, es y será la guía de todos mis actos. Y la independencia y neutralidad de la Corona mi permanente compromiso cívico con España, al servicio de la democracia y de la libertad.
Y gracias al Presidente Marcelo Rebelo de Sousa, por su presencia hoy aquí en el Teatro Real y por sus muy amables palabras, que sé que no brotan solo de su pensamiento sino también de su corazón.
El presidente Rebelo de Sousa, a lo largo de estos últimos años, ha sido para mí un ejemplo de respeto, dignidad y excelencia en el ejercicio de su alta magistratura. Desde que asistí a su toma de posesión como Presidente de la República Portuguesa nos unen, además de unas mismas convicciones, la amistad y el afecto. Y ambos compartimos la voluntad y el deseo de que, desde el respeto a su propia identidad, esa amistad y ese afecto, esa cercanía y esos vínculos tan estrechos, unan cada vez más a los pueblos portugués y español.
Señoras y Señores,
En 1979, presidido y clausurado por el Rey Don Juan Carlos I, se celebró en España, en Madrid como hoy, el Congreso Mundial de la World Jurist Association como una manifestación de apoyo a la entonces naciente democracia constitucional española. Después, en 1991, se celebró nuevamente en nuestro país este Congreso, y fue en Barcelona, un año antes de los grandes acontecimientos de 1992, como fueron los Juegos Olímpicos en esa ciudad, la Expo Universal de Sevilla y la Capitalidad Cultural Europea de Madrid; cuando, en cierta manera, España se presentaba ante el mundo tras años de reformas y modernización, de regreso a Europa y de apertura y libertad democrática.
Ahora, justamente a los 40 años de aquel Congreso de 1979, vuelve a Madrid. Y creo no equivocarme al pensar que lo hace, nuevamente, como una muestra de la confianza de los juristas del mundo en un Estado Social y Democrático de Derecho como el español, ya completamente asentado en la vida de nuestros ciudadanos pese a las dificultades que hoy, no sólo en España, sino también a escala global, aquejan a las instituciones democráticas.
Son dificultades que pueden y deben resolverse, no abandonando la democracia, ni renunciando a sus principios o relativizando sus fundamentos, sino fortaleciéndola y mejorándola; esto es, reivindicando su plena validez y vigencia y adaptándola acertadamente, sin desnaturalizarla, a las circunstancias de cada época histórica mediante amplios consensos. Pues, como la Historia demuestra, no hay alternativa realmente válida a ese sistema, el de la gobernanza democrática, que representa una de las mayores conquistas logradas en el largo camino de nuestra civilización.
Fortalecer la democracia requiere, ante todo, no olvidar que su objetivo más profundo es garantizar la dignidad de la persona, que es una exigencia que no se circunscribe a unos pocos países, sino que se extiende al conjunto de la humanidad por encima de fronteras, culturas, religiones o sentimientos nacionales.
Y no hay dignidad humana sin libertad individual, como tampoco si no existen determinadas condiciones materiales que la hagan posible, como son el desarrollo económico equilibrado y sostenible, la educación de calidad, la real expectativa de promoción profesional para las jóvenes generaciones, la auténtica igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres, la erradicación de la pobreza y, en suma, el acceso al bienestar por parte de todos los ciudadanos sin distinción de clases o grupos de personas.
El logro de esas condiciones se ha convertido en un compromiso irrenunciable de la sociedad internacional de nuestro tiempo como lo ponen de manifiesto los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) fijados en la Agenda 2030 de Naciones Unidas.
Esa tarea común, tan urgente como necesaria, requiere de voluntad política, de acciones políticas y sociales; pero también de acciones jurídicas, pues sólo el Derecho podrá garantizar su efectividad; y ahí reside precisamente la transcendencia de las declaraciones de derechos humanos: haber convertido aquellas condiciones materiales en pretensiones jurídicamente exigibles con vocación de vigencia universal.
Es cierto que el Derecho no puede hacerlo todo, pero también es cierto que sin el Derecho no puede hacerse nada, nada que sea legítimo, duradero, racional y seguro…, justo. Eso lo aprendemos muy pronto de nuestros maestros y lo vivimos con la experiencia. Y en un Congreso como éste, organizado por la Asociación Mundial de Juristas, y ante la presencia de una destacada representación de todos ellos, me parece especialmente oportuno recordarlo.
"...quiero entender que, aunque referido a mi persona y a la Monarquía parlamentaria que represento, el premio significa también, y por encima de todo, un reconocimiento a la democracia constitucional española; y con ella a todos aquellos, hombres y mujeres, autoridades del Estado, líderes políticos, económicos, sociales y culturales que, con el impulso de la inmensa mayoría de los ciudadanos, llevaron a cabo la transición política a la democracia, hicieron posible la aprobación de nuestra Constitución de 1978 y han velado y velan por su vigencia, integridad y continuidad, durante los 40 años que lleva rigiendo la vida de España en libertad..."
Señoras y señores,
La celebración de este 26 Congreso bienal de la WJA constituye, sin duda, un acontecimiento de extraordinaria importancia, no sólo para España, que lo acoge, sino para la comunidad internacional. Así lo acaba de poner de manifiesto don Javier Cremades, en su intervención como Presidente del Congreso que hoy se clausura. Entre ayer y hoy se han reunido en Madrid un buen número de relevantes juristas extranjeros y españoles, acompañados también de otras personalidades internacionales representativas de las instituciones y de la sociedad civil, para reflexionar sobre el tema general que da título al Congreso, “Constitución, democracia y libertad” y al lema que expresa su finalidad, “el Estado de Derecho como garante de la libertad”.
La oportunidad de esta reunión no podía ser mayor, pues nos encontramos en un momento en el que debemos reafirmar nuestro firme compromiso con la democracia constitucional, cuyo auténtico significado reside en lograr que la democracia se encuentre garantizada por el Derecho.
Democracia y Estado de Derecho son, por ello, realidades inseparables, pues crean el único espacio en el que puede vivir la libertad y el único marco en que puede desarrollarse la igualdad. De ahí que la defensa de la democracia haya de ser al mismo tiempo la defensa del Estado de Derecho. Sin democracia, el Derecho no sería legítimo; pero sin Derecho la democracia no sería ni real ni efectiva. Por ello, no tiene sentido, no es admisible apelar a una supuesta democracia por encima del Derecho, pues sin el respeto a las leyes no existe ni convivencia ni democracia, sino inseguridad, arbitrariedad y, en definitiva, quiebra de los principios morales y cívicos de la sociedad.
Que no hay libertad sin leyes se ha sabido siempre. Así como también que sin leyes no puede haber democracia. Por ello ley, libertad y democracia se encuentran unidas en el mejor pensamiento que ha producido la cultura universal. Valgan como muestra de esa intemporal convicción las palabras pronunciadas en el viejo y el nuevo mundo por tres cualificados representantes de los diversos saberes a través de los cuales la actividad intelectual se manifiesta: un filósofo griego, un jurista romano y un escritor y pensador mexicano.
Aristóteles ya advirtió que sin leyes no puede haber democracia, sino demagogia. Cicerón nos diría que somos esclavos de las leyes para poder ser libres. Y en nuestra época Octavio Paz nos ha recordado que sin democracia la libertad es una quimera.
Entre las dos primeras citas y la última han transcurrido más de dos mil años, en los que no podemos ignorar el papel y la influencia del humanismo judeocristiano y la confluencia de no pocas corrientes laicas y religiosas de pensamiento en el mundo; pero todo ello lo que pone de manifiesto es la perennidad de unas ideas que han estado presentes en la historia de la civilización, pues, como también dijo Franklin Delano Roosevelt, “la aspiración democrática no es una simple fase reciente de la historia humana. Es la historia humana”.
Aunque debemos añadir que es la historia de una esperanza que ha tardado mucho tiempo en realizarse, pues solo en los últimos siglos esa vieja y permanente aspiración se ha ido convirtiendo, por fin —no sin dolor y muchos sacrificios—, en una realidad.
En el espíritu de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 se contiene la pretensión de que esa realidad acabe extendiéndose al resto de los países del mundo, pues al margen de la diversidad de culturas y de identidades, la dignidad humana es una exigencia universal que sólo por medio de la democracia, la libertad y la ley puede lograrse.
Señoras y señores,
Estas consideraciones que he venido expresando me parece que están en la esencia del Congreso que hoy se clausura. A través de las veintiuna Mesas organizadas, una magnífica representación de los juristas del mundo —profesores, abogados, jueces y miembros de las distintas profesiones jurídicas— con el concurso de otras personalidades que han tenido o tienen una indudable responsabilidad social e institucional, han debatido estos días sobre las preocupaciones más urgentes y de mayor calado que afectan a la situación y perspectivas de la democracia y el Estado de Derecho en el marco en la sociedad global de nuestro tiempo.
En los últimos decenios, el mundo ha experimentado unas transformaciones tecnológicas y sociales muy profundas, que no solo continúan, sino que se aceleran, y que han de tomarse muy en cuenta si no se quiere errar en el diagnóstico de los problemas y en la propuesta de sus soluciones. La globalización de la economía, la política, las comunicaciones y el Derecho, pone de manifiesto que los problemas que afectan al mundo sólo pueden solucionarse desde una visión que combine la sensibilidad y proximidad local con la amplitud de lo global.
El espacio de los Estados nacionales se ha quedado pequeño para acometer con éxito la satisfacción de todas las necesidades comunes de los ciudadanos del mundo. Tampoco los poderes públicos pueden ya por sí solos, sin la cooperación de las entidades privadas, acometer esa tarea. De ahí que aquellas necesidades sólo puedan afrontarse en un marco multilateral, público y privado, de relaciones internacionales.
Hoy, más que nunca, el destino de cada nación está ligado, necesariamente, al de la comunidad internacional. También hoy, más que nunca, somos conscientes de que la tan necesaria cooperación entre Estados no debe estar únicamente al servicio de sus propios intereses, o de sus propias sociedades, sino al de la sociedad mundial, porque nada de lo que a ésta le suceda en cualquier lugar de la Tierra nos puede ser ajeno. Por ello, de la cooperación internacional multilateral depende no sólo el destino de las naciones, sino el de la humanidad en su conjunto.
Y por eso, frente al totalitarismo, la tiranía y la demagogia, que tanto mal han hecho al mundo en el pasado, hay que proclamar y defender la legitimidad del pluralismo político, social, territorial, religioso o cultural, y fomentar la convivencia y la tolerancia. Convivencia y tolerancia que únicamente pueden darse en el marco de un consenso básico alrededor de unos valores y unos principios comunes.
Esos valores compartidos no pueden ser otros que la dignidad de la persona y los derechos humanos que la garantizan. Y esos principios también compartidos no pueden ser otros que los propios del Estado de Derecho. Sólo la unión de esos valores y principios proporciona un espacio civilizado de convivencia. Convivencia que significa vivir juntos y no separados, unidos y no enfrentados, respetándonos mutuamente. Convivencia que no es uniformidad, porque la comunidad humana es plural, pero que sí se basa en un presupuesto que debe ser comúnmente aceptado: que los desacuerdos y las discrepancias que pudieran surgir de esa legítima pluralidad han de ser resueltos conforme a Derecho.
El lema de la World Jurist Association es, precisamente, el de “La paz mediante el Derecho”.
Porque el Derecho es el mejor camino para el logro y mantenimiento de la paz; un Derecho justo que esté integrado por normas e instituciones que impidan los excesos del poder, protejan a las minorías, amparen a los más necesitados y aseguren por igual las libertades ciudadanas.
Esa convicción es compartida, estoy seguro, por todos los juristas del mundo, que, por encima de la nación a la que cada uno pertenezca, forman una auténtica comunidad transnacional, la comunidad de los hombres y las mujeres del Derecho, unidos por el designio compartido de contribuir con su saber y experiencia al logro de la concordia a través de la justicia.
Las reflexiones y debates que estos días han tenido lugar en esta reunión han generado unas conclusiones del Congreso que son una llamada a la conciencia de los juristas y dirigentes del mundo para que defiendan, incluso con las reformas que fueran oportunas, el designio de concordia que acabo de señalar. Esas conclusiones se han plasmado en la Declaración de Madrid que hace unos momentos acaba de leer el director del Congreso e insigne académico, don Manuel Aragón.
Felicito al Congreso por esa Declaración, con cuyo contenido muestro mi más completa solidaridad.
Señoras y Señores,
Permítanme terminar mi intervención con una última referencia a España. La historia de nuestra nación, como la de otras muchas, ha vivido tiempos difíciles; pero, a partir de la transición política y de la Constitución del 78, la sociedad española ha sellado un gran pacto de concordia que nos ha permitido vivir los mejores momentos de libertad y bienestar en una España política, social y territorialmente plural, pero unida en lo esencial: en los valores reconocidos en ese gran pacto de convivencia y concordia nacional que representa nuestra Constitución.
En ese empeño estuvo comprometida —y sigue estándolo— la Monarquía parlamentaria española, pues como dije en las Cortes el pasado 6 de diciembre, “la Corona está ya indisolublemente unida, en la vida de España, a la democracia y a la libertad”. Lo he aprendido desde niño en mi familia, lo demostró mi padre el Rey Juan Carlos I en su reinado, a ello empeño mi vida y en la continuidad de esa unión la Reina y yo educamos a nuestras hijas.
Es cierto que la democracia española ha tenido que hacer frente a dificultades serias y graves, pero la España constitucional ha demostrado su fortaleza democrática, sus firmes principios y sus convicciones sólidas y profundas. Nuestro Estado Social y Democrático de Derecho, y dentro de él, la Corona, con el concurso de la inmensa mayoría del pueblo español, no escatimará esfuerzos para que así siga siendo.
Gracias nuevamente a la WJA por la extraordinaria distinción que me ha concedido, y a todas las entidades y personas que con su apoyo han hecho posible este encuentro mundial. Todo mi reconocimiento por la indudable trascendencia de los trabajos que han desarrollado en este Congreso, centrados en algo que tanto nos afecta a todos los ciudadanos del mundo: la necesidad de que la paz, basada en el reconocimiento de la dignidad de la persona y en la garantía de los derechos humanos, sea no sólo un designio universal —que lo es—, sino que acabe convirtiéndose también en una auténtica realidad universal. Tengo la esperanza de que con la ayuda del Derecho podremos conseguirlo.
Declaro clausurado el vigésimo sexto Congreso Mundial de la World Jurist Association.