Cada año en torno a esta fecha central para nuestro universo literario nos convoca aquí la entrega del Premio Miguel de Cervantes. Desde comienzos de mes, Alcalá lo celebra, se vuelca con la literatura, y lo hace a través de numerosas exposiciones, sesiones de cine o recitales de poesía. También con cuentacuentos, conciertos o mesas redondas… El ambiente que se respira en la ciudad es fantástico.
Para la Reina y para mí, por tanto, es un verdadero placer sumarnos de nuevo a esta tradición, de la que disfrutamos y que admiramos.
Hoy celebramos, no solo la fiesta del libro y de las letras en español. Honramos la figura de nuestro ilustre Miguel de Cervantes. Y reconocemos la obra y trayectoria —y cito textualmente el acta del jurado— de “uno de los grandes narradores de la lengua castellana, heredero del espíritu cervantino, escritor frente a toda adversidad, creador de mundos y territorios imaginarios”. Reconocemos hoy a Luis Mateo Díez. Su nombre se incorpora ya a la relación cervantina de los mejores escritores de la lengua española.
Nacido en el año 1942 en Villablino, un pueblo minero del Valle de Laciana, en la provincia de León, Luis Mateo Díez ha admitido en numerosas ocasiones su deuda con las literaturas populares porque realizó el aprendizaje de lo imaginario en la tradición de la oralidad.
Poder vivir esa tradición, la costumbre de reunirse para contar historias, le ha llevado a reconocer haber sido un niño privilegiado. A ello se suma el importante papel que tuvo en su niñez la biblioteca familiar y el hecho de que su padre, Florentino, velara siempre porque los clásicos, los griegos, los latinos y nuestros escritores del Siglo de Oro despertaran en él —y en sus hermanos— la mayor atención e interés; algo que, sin duda alguna, consiguió y que el transcurso del tiempo ha evidenciado completamente.
Al reflexionar sobre esta herencia de la oralidad admite que “en la palabra dicha, previa a la escrita y sofisticada, se concentra una carga imaginativa peculiarmente sugerente, como si en su desnudez, se removiera con el poder de lo espontáneo el estanque común de nuestra imaginación y memoria”. Precisamente, la imaginación y la memoria constituyen, junto con la palabra, la base de su obra.
La ficción se ha considerado siempre un viaje. Escribir es descubrir, viajar supone mirar y conocer, propone Díez en una de sus historias. El arquetipo del viaje se asienta en el género novelesco, aunque ya fuera significativo en las grandes obras épicas. Don Quijote viaja, sale al camino a “desfacer entuertos” en busca de aventuras y quimeras, nos recuerda el premiado.
Los cofrades de La fuente de la edad, novela con la que obtuvo el Premio Nacional de Narrativa y el Premio de la Crítica, se embarcan en una aventura quijotesca: La búsqueda de la Fuente de la Juventud Eterna, donde lo que importa no es el hallazgo, sino vivir en la imaginación lo que la realidad niega.
Esta obra consagró a Díez como un novelista excepcional y entre sus rasgos narrativos sobresale el humor que, como el mismo ha declarado, “es el mejor resorte para relativizar todo lo que sucede, para administrar con sabiduría el escepticismo, y lograr que lo trágico derive hasta donde se pueda en tragicómico”.
Interesado por la sugerente idea de la provincia del hombre, de Elías Canetti, fue consciente de su necesidad de apropiarse de una Provincia imaginaria: Celama, que supuso un hallazgo y un destino. Lugar donde confluyen mito, imaginación y memoria, es metáfora del crepúsculo de las culturas rurales que profundiza, a su vez, en la misteriosa condición del ser humano.
La trilogía El reino de Celama ha traspasado fronteras. Aun siendo un espacio delimitado, como lo fueron Yoknapatawpha de William Faulkner, Santa María de Juan Carlos Onetti —Premio Cervantes en 1980—, Comala de Juan Rulfo o Macondo de Gabriel García Márquez, alcanza una dimensión ontológica universal, similar a la lograda por sus ilustres predecesores. Este paisaje imaginario tiene cierto correlato con el real, con el Páramo leonés donde transcurrieron algunos veranos del escritor, sobre todo, cuando la vida de sus padres llegaba a su fin.
La ruina del cielo —la novela más celebrada del ciclo— se considera una cima en la historiografía literaria en lengua española. Con ella, Luis Mateo Díez obtuvo por 2ª vez el Premio Nacional de Narrativa y el Premio de la Crítica.
En 1999, fecha de publicación de esta 2ª novela, apareció también el anexo titulado Vista de Celama, donde detalla su demarcación geográfica. Inicia el apéndice una invocación cervantina y el texto precisa que “No hay mejor camino para avistar Celama que esa imagen de los páramos en la voz de Don Quijote y, además, no solo como descripción escueta de ardor e inclemencia, sino como un terreno propicio donde asumir una jurisdicción de sufrimiento y aventura, un ejercicio valeroso”.
Celama ─se nos asegura─ prestaría con gozo su territorio para que la cabalgara el caballero. La intencionalidad de la cita quijotesca invoca la naturaleza imaginaria de la comarca.
Hay soñadores pertinaces en las obras de Luis Mateo Díez y en ocasiones coinciden las imágenes del subconsciente con los presentimientos más temidos, porque el sueño, se afirma en una de sus novelas, “es la experiencia más solitaria y secreta de nuestra condición”. En La mano del sueño (Algunas consideraciones sobre el arte narrativo, la imaginación y la memoria), título de su discurso de ingreso a la RAE, en 2001, Díez propuso a su audiencia el relato de un recuerdo y un sueño. Lo onírico penetra su narrativa y desde ese ámbito del ensueño, polisémico, aporta un simbolismo universal.
El tema de la infancia también recorre la escritura del autor. En Días del desván emprende el viaje a un tiempo remoto y descubre ese lugar secreto, refugio y paraíso en el que, junto con sus hermanos y sus amigos, halló un mundo de juegos y descubrimientos.
Luis Mateo Díez ha practicado todos los géneros con maestría y, por ello, no es de extrañar que la hibridez sea un rasgo sobresaliente a lo largo de su trayectoria: novelas construidas a base de cuentos, ensayos intercalados de relatos o viceversa, fábulas unificadas en un ciclo y narraciones autónomas que agrupadas constituyen un sugerente mosaico narrativo.
Personajes perdedores y solitarios transitan por las historias del escritor y se erigen en signo determinante. Son decisivos en sus fábulas, algo que se constata en novelas como El expediente del náufrago, Camino de perdición, La piedra en el corazón, La soledad de los perdidos y, la más reciente, El amo de la pista, de este 2024, por citar solo algunas de su trayectoria.
Otra de las señas de identidad de la obra de Díez es la expresión “enfermedades del alma”, relevante en sus ficciones. En ellas abundan personajes que padecen dolencias físicas, psíquicas y espirituales, lo que lleva a reflexionar sobre la condición de cada individuo y su modo de estar en el mundo. La ambición del autor de crear una particular comedia humana se logra con creces.
En una inigualable tradición cervantina, la obra de Luis Mateo Díez destaca por su calidad artística, con un dominio del lenguaje, como acredita su escritura, que, y nos aproxima al enigmático proceder del ser humano en múltiples circunstancias. En cada obra, Díez plantea nuevos retos y expande su original imaginario, acrecentando el legado de los grandes fabuladores de la literatura universal.
Es, pues, un placer y un honor, haber hecho entrega del mayor galardón de las letras en lengua castellana a Luis Mateo Díez, a un formidable creador de mundos y de territorios imaginarios, a quien, como él mismo dice, vive contando y cuenta viviendo; porque la ficción es una parte imprescindible de la existencia. En mi nombre, y en nombre de la Reina, recibe la más sincera enhorabuena.