E
naltece mucho y, al mismo tiempo, obliga a la Corona ver incluida entre sus prerrogativas, tal y como señala nuestra Constitución, el Alto Patronazgo de las Reales Academias. Esta especie de cordón umbilical con el que espiritualmente se enlazan la institución y el mundo de la cultura reviste una excepcional importancia y yo soy consciente de que manteniéndolo no hago sino seguir con puntualidad y fidelidad el camino que me marcaron mis antepasados.
La intensidad de los vínculos actuales no son sino reflejo de lo que se decía en la Real Cédula Fundacional de la Academia Española, en la que se concedían a sus miembros todos los privilegios, gracias, prerrogativas, inmunidades y exenciones que gozaban los domésticos que asistían y estaban al servicio del Real Palacio. Por algo se añadía en esa misma Real Cédula que «la experiencia universal ha demostrado que son ciertas las señales de la entera felicidad de una monarquía cuando en ella florecen las ciencias y las artes y merecen del trono la mayor estimación».
La primera Academia, llamada por antonomasia La Española, fue creada, como muy bien sabéis, por el Rey Felipe V, el 3 de octubre de 1714. Las restantes, que siguieron con escasas variantes sus trazas, fueron la de la Historia y la de Bellas Artes de San Fernando, ambas instituidas por Real Cédula del mismo monarca, expedidas en 1738 la primera y en 1744 la segunda. Vendrían después la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, la de Ciencias Morales y Políticas y la de Medicina, bajo el reinado de Isabel II. Ya en fechas más próximas se crearon la de Jurisprudencia, si bien sus orígenes fueron muy lejanos, y la de Farmacia, todas las cuales, abarcando diversos ramos de las humanidades y las ciencias, se agruparon hace ahora medio siglo en el Instituto de España.
Es un hecho evidente que en ninguna sociedad bien constituida pueden faltar estos centros que reúnen a las personas más calificadas, por sus obras y por sus méritos, tanto para mirar atentamente el curso de las disciplinas que caen dentro de su competencia como para congregar a sus cultivadores y despertar por doquiera la curiosidad, el interés y el amor al mundo del saber, en sus múltiples ramas.
Formáis así una Orden cuyo aglutinante es la inteligencia. Vuestras listas, abiertas desde hace siglos, las enriquecen nombres ilustres de nuestra patria y las luces que alumbraron vuestras reuniones desde el ya lejano 1714 siguen encendidas con inalterable brillantez presidiendo vuestras tareas. Por todo ello, el título de académico es uno de los de mayor alcurnia en nuestro país que ha de enorgullecer legítimamente a quienes, elegidos por vía democrática lo ostentan. Lograrlo supone el reconocimiento de una larga y fecunda labor.
A mí me complace proclamarlo así. Y estimo que ésta es también ocasión propicia para recordar que las reales academias tienen unas bellas e irrenunciables tareas que cumplir: la de proyectar su magisterio sobre la juventud; la de estimular su creatividad y su estudio; la de esforzarse, por tanto, en enriquecer el patrimonio cultural español.
Celebrar el cincuentenario del Organismo que las tutela y representa, es prueba de su vitalidad y augurio de su futura permanencia. Para que así sea, y de acuerdo siempre con lo que la Constitución dispone, no habrá de faltarle nunca la simpatía y el aliento de la Corona.
Muchas gracias.